Son las palabras que le dirigió un hombre a Jesús cuando acababa de desembarcar. Jesús había cruzado en barca a la otra orilla cuando le salió al encuentro un hombre poseído por un espíritu inmundo.
Podemos pensar que hoy en día no conocemos a nadie en esta situación (aunque si sueles conducir en hora punta en una gran ciudad te aseguro que veréis algunos al volante :-)).
A parte bromas, cuenta la Palabra que este hombre vivía entre los sepulcros. Apartado de la sociedad, solo, aislado. A veces era atado con cadenas para contenerle, pero destrozaba los cepos. Un hombre sin futuro, ni esperanza.
Como decía, ésta es una realidad no cercana. Pero hoy en día, sí vivimos otras situaciones que nos hacen vivir como este hombre: solos y aislados de la sociedad.
Cuando pensamos en esto pensamos en las grandes tragedias humanitarias, que las hay. Pero hay muy cerca de nosotros otra tragedia silenciosa: la de la persona que vive con otras pero que se encuentra SOLA. Sola porque se ha acostumbrado a llevar un estilo y un ritmo de vida que le separan del mundo, de sus familiares y de sí mismos, de los cuales quizás puedes poner nombre y apellidos.
Aquellos que tienen largos horarios laborales, con un sin fin de compromisos, con multitud de actividades que nos relacionan con otras personas, pero que no nos acercan a ellas. Aquellas personas que tienen conocidos, pero que muchas veces no tienen alguien a quien poder abrir su corazón. Personas a las que algún revés de la vida le ha dejado herida y desconfía de todos. Y cuando vives así, miras a Jesús, como este hombre, y le dices: ¿Jesús, qué tienes que ver conmigo?
Hoy, más que nunca, MUCHO: Jesús nos da la verdadera libertad (aquella que te hace ver qué es lo importante), la que quita las verdaderas cadenas (la de ayudarte a quitar los lastres de la vida), Jesús nos da el verdadero sentido de lo que hacemos, Jesús nos da la verdadera Esperanza, la verdadera ESPERANZA.